La residencial desde mi balcón
- Gabriela Llontop
- 20 oct 2021
- 6 Min. de lectura

Foto: Gabriela Llontop
El reloj marca las 6 en punto. Gran parte del cielo aún está nublado y gris, pero los rayos del sol que se vislumbran a lo lejos confirman que la noche se ha dormido al fin. Las aves comienzan a cantar a unísono en una sinfonía que solo ellas comprenden, mientras que el claxon de los carros y buses en la avenida principal anuncian que la rutina ha iniciado. Como de costumbre, Vania comienza su mañana con una taza de café recién filtrado y una conversación consigo misma en su balcón, mientras observa con singular admiración lo que tiene delante: la imponente Residencial San Felipe. Se toma 10 minutos solo para verla con detenimiento y otros 10 para sacarle fotos que jamás publicará. “Qué hermosa. Es hermosa”, sentencia.
Un total de 33 edificios, alrededor de 1617 departamentos entre simples y dúplex, amplias áreas verdes con juegos recreativos para los más pequeños, estacionamientos estratégicos con autos clásicos en desuso aparcados desde hace décadas y una plazuela decorada por restaurantes pintorescos, financieras, farmacias y un supermercado, convierten a este conjunto vecinal en una de las obras las más representativas con las que cuenta la capital peruana.
Conocida también como “el monumento a la burguesía”, la residencial San Felipe se ubica en Jesús María, uno de los distritos de clase media más populares de Lima. Fue inaugurada en 1966 durante el primer periodo de gobierno del expresidente Fernando Belaunde Terry, y, pese a que hayan transcurrido un poco más de 50 años, este proyecto no ha perdido vigencia en absoluto.
El inicio de su construcción data desde el año 63, misma que se ejecutó encima de las 26 hectáreas de lo que alguna vez fue la pista de uno de los hipódromos más conocidos de la ciudad. Asimismo, contó con dos etapas clave para su realización. La primera, diseñada por el franco peruano Enrique Ciriani, estaba pensada en organizar la residencial de modo que el ágora se convierta en el protagonista indiscutible. Sin embargo, luego de evaluar las alternativas, se decidió por el diseño que se observa actualmente, mismo que está inspirado en el trabajo preliminar de Ciriani, pero estuvo a cargo de los arquitectos Víctor Smirnoff, Luis Vásquez Pancorvo y Jorge Páez.
No cabe duda de que es inmensa y, además, que tomar un recorrido a través de ella pueda significar un par de minutos de desconcierto por pensar en haber tomado el camino equivocado o por haber confundido el norte con el sur o el este del oeste. La “resi” como es coloquialmente conocida por los vecinos o por los jóvenes escolares y universitarios que habitualmente transcurren por ahí, cuenta con espacios amplios de recreación y comercio como ningún otro dentro de todo Lima. Pese a ello, desde la llegada de la pandemia del coronavirus al Perú, estas zonas han pasado de ser las más concurridas a convertirse en un desierto de cemento y césped.
Los niños no juegan más, las señoras de la tercera edad ya no hacen yoga ni meditan junto a su coach espiritual, los jóvenes ya no montan skate, ya nadie alimenta a los gatos sin hogar, los gimnasios están cerrados, los restaurantes abren con recelo, las peluquerías se han quedado sin clientes y los enamorados empedernidos han dejado de hacer sus habituales picnics en medio del campo verde.
Ahora llevan mascarillas. El alcohol al 70% en un atomizador y el protector facial se han vuelto parte del kit de emergencia para salvar vidas o, por lo menos, para intentarlo. Todos caminan si rozarse y al mínimo impacto se les ve en los ojos el temor a infectarse. Nadie quiere morir súbitamente. Parece sensato.
Sin embargo, para aquellos que han pasado toda su existencia en un lugar tan visitado como este parece ser el peor escenario jamás imaginado. Pasar de ver como la residencial era el spot perfecto para las sesiones fotográficas empíricas de los amateurs en la materia o el lugar ideal para encontrase con amigos a un espacio inhóspito al que las personas le temen por no querer estar cerca a otras, es lo más similar a una película apocalíptica dentro de un mundo distópico. Es una lástima verla sin vida. Es una lástima verla así.
La pandemia no solo ha cambiado a la gente por dentro y por fuera, sino que ha cambiado su forma de interrelacionarse. Nadie se da la mano, ya nadie se saluda con un beso en la mejilla y nadie es capaz de estar cerca del otro a menos de 2 metros de distancia. Caminar por la residencial en este contexto solo confirma, una vez más, esta teoría.
Un par de señoras que aparentemente se conocen del pasado se ven de un extremo al otro en la plazuela, un saludo con la mano en alto y un grito difícil de descifrar es muestra de que algo tenían por decirse. La de la izquierda sacude la cabeza en un ademan de felicidad o asintiendo por algo, mientras que la otra vuelve a levantar el brazo, pero esta vez para despedirse. ¿Qué se dijeron con exactitud? Se puede estar seguro que ni ellas mismas lo saben por completo. Otra vez, cómo ha cambiado el mundo esta pandemia.
Escenarios como aquellos son el pan de cada día para los que se cruzan con familiares o conocidos mientras se dan un tiempo de recorrer o realizar sus actividades básicas en la popular “resi”. Las conversaciones en las filas de los supermercados o farmacias son solo una prueba más de ello, todos dicen mucho y nadie comprende nada. Los del personal en caja se demoran un poco más en cobrar porque hay quienes no escuchan correctamente el monto a pagar y quien ofrece los embutidos confunde los pedidos porque no prestó con atención a las especificaciones finales del cliente. Las colas en los bancos dan exactamente la misma impresión y hasta el saludo de quien atiende en las ventanillas se pierde por el marco de vidrio que se encuentra delante al momento de llegar al mostrador. Es una situación difícil. Muy difícil.
Todo en las personas se ha transformado, todo en las calles es diferente. Nada se ha conservado intacto y mucho menos ha sobrevivido sin ayuda a estos cambios. “Tan solo” han pasado casi dos años desde que todo lo que era normal se alteró y se tuvieron que adoptar medidas para esta nueva normalidad. Esto incluso cuando la mayoría hubiese preferido aferrarse idea de la vida antes de ello e imaginar que todo se trataba de una broma de mal gusto o quizás de una pesadilla.
Si bien han pasado 55 años desde que la residencial San Felipe les dio la bienvenida a sus vecinos, no cabe duda de que es diferente. Sus edificios han perdido el color original, mientras que una cobertura de polvo, como si se tratase del barniz de siglo 21, lo había reemplazado casi por completo. Sus árboles han envejecido junto a sus primeros habitantes, mientras que las losetas han perdido el lustre por los innumerables pasos que se dieron sobre ellas. Ahora la “resi” también luce largos metros de cintas que impiden el paso a sus áreas comunes, en el piso se han pintado círculos perfectos de color rojo para respetar el distanciamiento social y decenas de carteles sobre las medidas de prevención al contagio y números de emergencia se han vuelto parte del ornamento habitual.
Nadie tiene la seguridad de si esto vaya a desaparecer con el tiempo o si las personas se acostumbraran a vivir en este contexto. Es muy apresurado intentar brindar proyecciones, pero lo que si es seguro es que, como todos y todo, la residencial más popular de Lima también ha sufrido los estragos de esta pandemia.
Si bien sigue siendo imponente, diferente, versátil y hasta monstruosa cuando se observa en la oscuridad, también se ha visto asustada por las pisadas fantasmas en sus aceras o las risas y carcajadas que tan solo han quedado en el recuerdo.
Pese a ello, el mérito por la increíble vista que ofrece desde lo alto no se lo quita nadie. Su infraestructura marcada por un movimiento moderno y con influencias de corte británico en cada una de sus torres solo convierte a esta residencial en uno de los panoramas más hermosos para contemplar, en especial cuando puede observarse la puesta de sol a lo lejos en las tardes de verano. Sin lugar a dudas, verla desde el quinceavo piso de un balcón no le hace justicia, pero sentarse con una taza de café y un postre a ver este paraje que con el juego de luces del atardecer es una experiencia que nadie debería perderse, todo se vuelve mágico, todo se ve bien.
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